«Si el aburrimiento estimula la creatividad, hay algo aún mejor: la falta de recursos»

Por Vega Zamora, cooperante

«Más o menos hoy hace dos meses que regresé de Camerún. Fue una toma de contacto breve, poco más de 2 semanas. Sin embargo, ese tiempo fue mucho más largo que un mes o dos en Madrid. Allí los días se dilataron para mí, todo eran estímulos y nuevas experiencias. Los días, las horas, los minutos… se vuelven intensos y el tiempo crece. Tus cinco sentidos (y alguno más) están al cien por cien. Estés donde estés, ya sea en la cama con los ojos cerrados, dando un paseo al atardecer, mirando por el microscopio, jugando con los niños… todo inunda tus sentidos. Y es precisamente eso, todos esos olores y colores, todas esas voces y miradas, y la humedad pegada a tu cuerpo, y el sonido incesante de fondo de la selva, todo mezclado y a la vez, lo que hace que vivas en un estado de sorpresa e interés constante. Y cada día es importante y diferente, aunque aparentemente hayas seguido una cierta rutina.

Así, llegué a Bikop, un pequeño hogar en medio de la selva de Camerún donde no más de nueve Esclavas del Sagrado Corazón y gente de la zona llevan un hospital y una escuela. Te reciben con los brazos abiertos y te hacen sentir como en casa. Rápidamente te unes a su día a día. El hospital abre muy pronto y antes de las ocho de la mañana ya se están realizando analíticas en el laboratorio. Es pequeñito pero eficiente y con lo mínimo para dar y confirmar un buen diagnóstico. No tardas en darte cuenta de lo muchísimo que hacen con muy poco. Dicen que el aburrimiento estimula la creatividad, pues bien, hay algo aún mejor: la falta de recursos.

El hospital está abierto las 24 horas del día, todos los días del año, excepto el mes de agosto (es importante descansar). No tiene acceso por carretera de asfalto, solo por caminos de barro rojo amurallados a ambos lados por la maleza de la selva, que se abre a ratos para dejar paso a las casas donde vive su gente. Así, los hay que llegan a pie, y los hay que llegan en moto. Algunos viven al lado, otros vienen desde muy lejos y dejan sus casas cuando aún no ha salido el sol. Van llegando al amanecer y hacen cola para pagar la analítica y la consulta médica. Después, esperan a ser atendidos. También esperan, junto a la entrada, los moteros que los han traído hasta allí. Esa, era la imagen que me recibía todas las mañanas. En un patio rectangular rodeado por las distintas consultas, a la izquierda la cola de la caja, en el centro la gente sentada esperando a las analíticas, y a mi derecha un grupo de moteros charlando bajo un árbol enorme. Me daban los buenos días con el inolvidable Bonne jour ma soeur. Después, entraba en el laboratorio y me tiraba horas mirando por el microscopio junto a Ermine, Roumiald y Poland. Me enseñaron muchas cosas, pero sobre todo, a confiar en mí misma, en mi propio criterio. Me di cuenta que estaba muy acostumbrada a confirmar un diagnóstico de muchas maneras, o a hacer pruebas de más, “por si acaso”. Cuando los recursos son escasos, los “por si acasos” también lo son. Y es tu propio criterio, basado en tu experiencia, el que entra en juego de verdad. No es lo ideal, pero tampoco lo es hacer pruebas de más sin fundamento real.

Aunque fui con la ilusión de aprender sobre parásitos, no fue con lo que más disfruté. Tuve la suerte de coincidir con “África en Compañía”, cuatro voluntarios que iban a pasar allí dos meses, organizando actividades para los niños de la zona. Tres veces por semana, jugábamos con ellos por la tarde. Y digo, jugábamos con ellos, porque aunque intentamos enseñarles dinámicas famosas en España como “el pañuelo”, estas no cuajaban. No aceptaban un juego con tantas normas. Les gusta cantar y bailar, correr y saltar, en grupo y sin reglas. Ojalá pudierais escuchar sus voces, su ritmo. Su forma de mover el cuerpo, de sentir la música. Así, jugar estaba siempre estrechamente unido a la música. Todos los juegos estaban acompañados por el ritmo del “tam-tam”, que tocaba algún adolescente de los que también se acercaban cada día. A veces, en medio de esos juegos, me preguntaba cómo sería su día a día. Si dormían en el suelo o en un pequeño jergón. Si se levantaban con el alba para ir a por agua o a por leña. Cuántos serían en casa. Si tenían algún momento para jugar. Y me acordaba de las personas adultas que veía en la consulta. De la cantidad de tuberculosis, hepatitis y VIH que había. De las mamás de 15 años, de los casos de maltratos. Entonces pensaba en el futuro de esos niños, y no sabía cómo procesarlo. Pensamos que la pobreza es pasar hambre. El hambre es terrible, pero también es pobre el que tiene para comer pero apenas tiene opciones de futuro. Cómo salir de la pobreza sin una garantía de una educación y sanidad básicas. Cómo. En este rinconcito de la selva de Camerún, descubrí de nuevo que los seres humanos tenemos más cosas en común que aquellas que nos diferencian, y que la pobreza no tiene que ver sólo con el hambre, sino especialmente con la falta de acceso a derechos humanos y a libertades.

Hace cuatro años, los niños de Perú me enseñaron que la felicidad no reside en las cosas materiales que tienes, ni siquiera en tus propios logros personales. Sino en que, pase lo que pase, sepas encontrar la manera de seguir a delante a pesar de tus propias circunstancias. Es decir, no se trata de lo que te pasa o no tienes, sino de cómo decides manejar y enfrentar lo que te está ocurriendo. Bikop me ha descubierto que la felicidad no es un estadio perpetuo, ni pleno. Es puntual, y una forma de supervivencia. De la misma manera, la tristeza no debería ser ni plena, ni perpetua, sino puntual, y una forma de procesar el dolor para poder continuar. Tal vez me equivoque, pero comienzo a sospechar que los que apenas tienen nada, sonríen mucho más que aquellos que lo tienen todo (y más), por el simple motivo de que los primeros priorizan lo que es esencial para vivir y además, lo aprecian; mientras que los segundos, valoran lo superfluo, no aprecian lo que tienen y solo piensan en lo que no tienen.

Me pregunto qué pasaría si a unos se les concedieran sus derechos, y los otros empezasen a apreciar y cuidar lo que tanto esfuerzo ha costado conseguir.»

Sobre la autora

Vega Zamora nació en Madrid en 1989 y, tras estudiar Farmacia, realizó la residencia en Microbiología. Al poco de terminar la carrera, sin embargo, comenzó a darse cuenta de que la investigación, si bien servía para ayudar a otros, era un proceso lento que estaba muy lejos de aquellas personas que finalmente se benefician de los avances científicos. Por ello, su mirada adquirió un enfoque más humanitario, centrándose en aquellas acciones donde el objetivo fuera mejorar de forma directa la calidad de vida de las personas y ellas fueran, en sí, lo más importante.